Por Guillermo Antonio Fernández.
Hablar de doña Jesús del Rosario Santana es hablar de un Fiambalá ganadero, de La Palca, La Ollada, Anchoca, Rumi Rayana, y tantos otros nombres poco usuales de campos en la zona cordillerana del distrito, que hoy poco y nada se los recuerda.
Sin embargo, esos lugares han sido cuna de gente laboriosa, sencilla y honesta, pero ante todo, de un espíritu aguerrido como ya conociéramos en doña Arminda Santana, Tomasita Rasjido, Severo Quiroga, Ambrosio Barrionuevo, Felipe Rasjido, Lino Olmos, entre tantos héroes y heroínas que supieron criar a sus hijos no sin feroz esfuerzo y austeridad, siempre con la convicción de que sólo con el trabajo, brutal y constante, sobrellevado desde el alba hasta el crepúsculo, se podía lograr, sin medir peligros, ni las terribles tormentas, ni enfermedades ni las acuciantes soledades que solían azotar aquellos alejados rincones de esta hermosa Catamarca.
No dejo de pensar cada día que: “así fue aquella gente brava que, (muchos de ellos ya no están) ha dejado una estela indeleble de templanza, coraje increíble y espíritu tenaz, para forjar un Fiambalá y comunidades del norte, manifiestamente admirables, cuyas raíces aún perduran en las viejas y fantasmales casas de adobe. Porque aún podemos descubrirlas en Tatón, La Cienaga, Aguas Negras, Las Papas, Chuquisaca, Antinaco, Palo Blanco, Saujil, Medanitos y, claro está, el mismísimo Fiambalá con sus recónditos barrios entre los legendarios ríos Abaucán y Guanchín, sin obviar la inaccesible Río Grande y la cuna de Lorenza que parece haber dejado de estar sola, añorando seguramente las montañas insondables y sus queridas llamas y cabritas que la despertaran cada día en su vasta existencia.
Por cierto que, muchas de aquellas moradas pretéritas ya se encuentran abandonadas o derruidas, aunque siguen atesorando entre polvorientos caminos un pasado vivaz y eterno, con sonares de bombos, cajas y guitarras, cuando no el santo patrono o la adorada Virgencita Morena, para así darle vida a la chacharera y las pintorescas coplas que mitigan el ambiente de arte ancestral, devoción y profundo apego a los cerros.
Doña Jesús del Rosario Santana, “doña Rosarito” para quienes la conocieran ataviada en su eterno pañuelo a la cabeza y el poncho de lana sobre la espalda, era una de esas patriotas catamarqueñas, (aún la recuerdan con su paso cansino y singular). Según el bisnieto, Ramón Antonio “Tuni” Quiroga, “la dama desde jovencita habría andado por la zona de La Ollada, muy al norte, y de ahí se habría ido acercando hasta La Palca, siempre río abajo, arreando la infinidad de animales que poseía entre vacunos, caprinos y bovinos (Según Quiroga, años antes, cuando vinieron de La Rioja con caravanas de animales a establecerse en la zona don Arturo Carrizo con otra familia de apellido Oviedo, ya habrían habitado la zona familias de apellido Gómez y Matías Cortez).
La Rosarito hacía rato que andaba por la zona… De los campos de Los Gutiérrez y Anchoca, con el correr de los meses se llegaría hasta La Punta del Agua, que por entonces, (principios de l930) era un paradero con pocos pobladores. Mientras estuvo en la zona habría vendido el campo Los Horcones al comerciante de Palo Blanco Crescencio Caro, (F) muy conocido en toda la zona y que fuera uno de los aguerridos pioneros que recorrieran la zona desde muy joven, como lo hiciera también Francisco Panchito Carrizo, (F) y Clodoveo “Cobito” Olmedo, muy queridos en su pueblo, por solidarios y laboriosos. Según sus parientes, ella afirmaba que por los años 30 ya había habitantes en Punta del Agua, con familias como las de Ambrosio Barrionuevo, (publicado en Historias de mi pueblo- El Abaucán), Vaquinzay y Rasjido, entre otros. Finalmente, a mediados de l930 se habría radicado en el paraje denominado en quechua “Rumi Rayana” (piedra rayada), también conocida como “Las Angosturas”, hasta que en Fiambalá adquiriría una propiedad considerable donde viviría sus últimos años en la casa que construiría, frente al actual barrio 70 viviendas.
De manos de Ramón Quiroga, también llegó providencialmente un viejo artículo del diario La Unión, escrito por ese entonces por el recordado Carlos Varela (padre) de la ciudad de Tinogasta. El artículo databa del sábado 30 de junio de l979 (ver foto) y se titulaba “DOÑA ROSARITO Y SUS CIENTO DIEZ AÑOS DE HISTORIA VIVA”.
Según el artículo el autor de la nota hacía referencia que la abuelita lo había atendido en persona y gozaba de excelente salud por ese entonces, que solo usaba anteojos para leer. Allí comentaba que doña Jesús Rosarito Santana habría nacido en Fiambalá, siendo sus padres doña Micaela Álvarez y don Salvador Santana. Desde pequeña su madre la habría llevado hasta el paraje denominado “La Punta del Agua”, donde ayudaba al cuidado del ganado. Luego se trasladaría más al norte hasta el puesto “La Cienaga de las mulas”, con la misma finalidad, tarea que desempeñaría hasta después de casada con Juan Álvarez que moriría a los pocos años. En segundas nupcias se uniría a un ganadero de apellido Quiroga con quien tendría otros hijos. En total seis serían los hijos: Eloisa, Leonilda, Elena e Isauro, Cirilo y Adolfo Quiroga. Recordaría que ya casada, en el cerro le enseñaría a leer y escribir una buena señora de nombre Angelita Morales. Aclaraba que aprendió rápido y le fue muy útil. Siempre según la nota, su primer patrón habría sido don Estadrófilo Díaz, que le entregó al tercio el cuidado de animales y que, al cabo de 28 años habría entregado al propietario de las 8 vacas recibidas y un par de cabras, más de 400 y 1000 respectivamente, que al partir logró formó su propia hacienda que siguió cuidando y acrecentando, sin dejar de lado sus labores de tejedora, tarea que solía decir que hacía “pá despuntar el vicio”. Además elaboraba quesos que vendía en Copiapó y Taital (Chile), a más de 500 kilómetros de distancia. De allí traía a cambio remedios, telas y mercaderías ya que le era más conveniente ir a aquellos confines que ir a Fiambalá, porque casi no había caminos y dos por tres crecían peligrosamente los ríos, nadie quería ser arrastrado o sorprendido por las crecientes que siempre se llevaba a algún incauto.
De sus maridos decía que comerciaban mulares, burros, ponchos y otros tejidos, además del queso que llevaban hasta Bolivia. De éste país, traían las prodigiosas “hojas de coca”, muy codiciadas en toda la zona, porque les permitía andar días y días casi sin comer, mientras trabajaban. Cuando finalmente se vino a Fiambalá, (la mayoría de la población se dedicaba a la siembra y cosecha de trigo, había muy pocas viñas) dijo que dejó sus animales a mediero y que de a poco, sin saber cómo, se fue quedando prácticamente sin animales, algo que le había costado muchos años de sacrificio, que por suerte, al poco tiempo de estar en Rumi Rayana había adquirido un espacio amplio en Fiambalá donde construyó la casa que la acogió hasta el último de sus días”.
Sin dudas, el artículo cedido por el amigo Tunino, a quien conozco desde hace más de tres décadas y es un amante y defensor de la cordillera, fue de gran valor y me permitió tener una idea más cabal acerca de mujer de tan rica historia como doña Rosarito, cuya estampa de rostro adusto y mirada firme pude observar en el gran cuadro oval nacarado en el hall de don Miguel Quiroga y su esposa, doña Aidée, del barrio Guanchín, padres del nombrado. Ambos, mientras gentilmente contaban historias de doña Rosarito, con el cuadro de frente, no dejarían de denotar admiración ante aquella mujer que criara no solo a sus hijos, sino también a doña Arminda Santana, que viviera en el paraje Rumi Rayana hasta sus últimos días y se convirtiera en una verdadera leyenda fiambalense, por la austeridad, la honestidad y el espíritu aguerrido y piadoso que la distinguía entre la población que no deja de recordarla. Alguien dijo que también crió a Belarmino Quiroga de Palo Blanco, conocido como “El Bela”, cuyas historias fueran publicadas por separado por quien escribe y Ramón Quiroga, respectivamente en este medio.
Don Miguel, con su media sonrisa, me dice: “Era tozuda La Rosarito. Cierta vez, cuando ya tenía cien años, años 70 más o menos, se había ido a buscar unas vacas y caminó desde Fiambalá como 40 Kms. hasta Las Angosturas, más o menos, donde tenía la casita. Yo la alcancé. Estaba como si nada. Al cabo me dijo que se iba hasta Chaschuil (70 Kms) a encontrar las vacas de donde le habían dicho que estaban bajando. Era muy decidida aquella mujer, siempre la admiramos y recordamos con enorme cariño. Es la abuela de mi esposa Aideé”.
Le doy las gracias a don Miguel, a doña Aideé, que siempre tiene un mate listo para ofrecer y por supuesto, al entrañable amigo Tunino por el valioso aporte histórico. Me voy un poco entristecido porque debo acortar la nota. Realmente creo que hay mucho más para escribir y desentrañar acerca de la vida de doña Rosarito, sé que hay muchas historias que seguramente su bisnieto irá agregando paulatinamente, dejemos también que el interés de la juventud y la población en general haga lo suyo con esta historia de vida que, como todas las publicadas, formaron, forman y formarán por siempre el invaluable bagaje histórico de un Fiambalá de gente admirable, bravía y laboriosa.
Finalmente, de acuerdo a fuentes familiares, doña Rosarito cerró sus ojitos en l983 aproximadamente, con 114 años sobre sus espaldas, legando a Fiambalá “más de 14 nietos, 60 bisnietos y 80 tataranietos y chosnietos”, según Ramón Antonio Quiroga, orgulloso descendiente de mujer tan longeva.
Para esos antiguos pobladores, mi respetuosa admiración.
Hasta la próxima historia, queridos VECINOS.
Autor: Guillermo Antonio Fernández